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#DefensoresdelaSelva | La lucha de José Gregorio para preservar la selva amazónica en Colombia

06/03/2021 - 11:00 pm

Este colombiano lleva años capacitando a jóvenes para trabajar en labores de protección medioambiental. Su historia es la novena de la serie ‘Rainforest Defenders’, que presenta a líderes que luchan por la conservación de los bosques, esta vez en Colombia.

Por Francesc Badia I Dalmases

Ciudad de México, 7 de marzo (OpenDemocracy).– Liderada por José Gregorio Vázquez, una patrulla de la guardia indígena ambiental remonta el río Amacayacu, en el Amazonas colombiano. Menos él, que ya supera los 40, todos los integrantes de la guardia ambiental son indígenas muy jóvenes, aunque demuestran gran serenidad y aplomo cuando alcanzan a interceptar una canoa sospechosa que viaja, sigilosa, río arriba.

Se trata de una inspección rutinaria, pero no exenta de tensión. Si bien los dos ocupantes de la embarcación, propulsada por un motor Honda peque-peque que parece recién salido de la tienda, tienen las respuestas al chequeo bien ensayadas: son cortas, lacónicas. Se les nota que no quieren entablar conversación. Están nerviosos, con prisa por quitarse a los guardianes de encima.

Medio ocultos tras sus gorras bien caladas y sin descubrir sus caras, los muchachos cuentan que suben a pescar río arriba. Argumentan que, en su comunidad, se celebrará una minga al día siguiente; es decir, una reunión colectiva para llevar a cabo algún trabajo comunitario que culmina con una comida celebratoria, según la tradición indígena.

Tras varias anotaciones cuidadosas en el cuaderno de control, la guardia indígena ambiental los autoriza a seguir su camino, no sin antes advertirles que el territorio está bajo su control y que la próxima vez deben obtener un permiso previo para ingresar al río, que fluye dentro del Parque Nacional Natural Amacayacu, que se superpone a la Reserva Indígena Tikuna, Cocama y Yagua.

Bebeto, integrante de la G.I.A. lleva por la selva un racimo de açaí. Foto: Pablo Albarenga.

La presión sobre el medio ambiente es continua y proporcional a la biodiversidad y a los recursos naturales de esta selva amazónica. Las amenazas son múltiples, desde la sobrepesca hasta la minería ilegal, los madereros, o bien la reinstalación de laboratorios de procesamiento de coca, como los que existieron en el pasado, aunque ya hace un tiempo que se desplazaron al otro lado del río Amazonas, por la parte del Perú. Esta combinación de riquezas y amenazas han hecho que la creación de la guardia indígena ambiental haya sido clave en la defensa y la conservación de estos territorios vulnerables.

Ya desde antiguo estos territorios y los pueblos que los habitan sufrieron deterioro y fragmentación. Una de las aportaciones olvidadas de la extinta Sociedad de Naciones en los convulsos años treinta del siglo pasado fue la resolución del conflicto con Perú, cuando Colombia quiso asegurarse un acceso al gran río Amazonas. Ese es el origen del área conocida hoy como trapecio amazónico, dibujada por los diplomáticos con compás y cartabón sobre una mesa de negociación, como tantas fronteras que vemos sobre el mapa africano, por ejemplo, fruto de acuerdos de colonización.

Esos cortes a cuchillo sobre un mapa teórico encima de la mesa lo que hacen es fragmentar de manera arbitraria ecosistemas complejos, trazando fronteras que dividen universos culturales y etnias enteras, creando espacios y entornos políticos artificiales que la realidad y la selva se encargan casi siempre de impugnar.

Integrantes de la G.I.A. durante un recorrido de rutina por el río Amacayacu, cerca de la comunidad de San Martín. Foto: Pablo Albarenga.
Integrantes de la G.I.A. durante un recorrido de rutina por el río Amacayacu, cerca de la comunidad de San Martín. Foto: Pablo Albarenga.

Así, esta triple frontera entre Colombia, Brasil y Perú, a lo largo de los 120 kilómetros de soberanía colombiana sobre el Amazonas, se convirtió en una fuente continua de tráfico de todo tipo de ricas mercancías, obtenidas legal o ilegalmente.

Así hoy, sobre el trapecio, mantener el equilibrio no es nada fácil. Como territorio atravesado por tres legalidades distintas, la presencia del Estado es muy débil y queda mucho espacio para la impunidad: existe una vasta región que ni las autoridades ni los propios pueblos indígenas tienen capacidad de controlar.

Esto lo sabe bien José Gregorio Vázquez, el curtido líder de la guardia indígena, él mismo de etnia tikuna y perteneciente al clan Cascabel. Después de salir de la comunidad para estudiar y trabajar en Leticia, la capital de esta región olvidada, ingresó en la escuela militar de Bogotá. Pero una inoportuna lesión en la rodilla y poderosas razones familiares le aconsejaron regresar a su comunidad de San Martín, sobre el río Amacayacu. Tenía entonces 25 años.

Cuenta que, a su regreso a San Martín, inició una conversación con los abuelos, reserva cultural y espiritual de la comunidad, y entabló a la vez un diálogo político con las autoridades. Soñaba con hacer valer los valores de la Constitución colombiana de 1991, que recoge los derechos de las comunidades indígenas a organizar políticamente el territorio y la comunidad. Era el tiempo de la conformación del resguardo indígena Tikuna-Cocama-Yagua, y José Gregorio lo vio claro cuando dijo: “Mi tarea está aquí”.

De nada sirven los derechos si no se pueden ejercer y por más que, sobre el papel, el Gobierno reconociese a las comunidades, existían muchos obstáculos y dificultades en el manejo administrativo y financiero. Pero para él lo importante era reconocer que el sistema territorial forma un todo integrado y que, según dice, “existe una unión entre lo espiritual, lo humano, y lo natural”.

José Gregorio muestra a su equipo el recorrido a realizar en la inspección de rutina por su territorio, antes de partir. Foto: Pablo Albarenga.

Para José Gregorio, la clave está en tener una mirada muy fuerte sobre el control y manejo del medioambiente, porque siente que ahí está el futuro de las comunidades. Para ello hay que manejar también el turismo (él mismo regenta un hotel para viajeros europeos en el mismo San Martín). Y también sabe que es crucial ejercer el autogobierno para preservar lo que llama “la propiedad de nuestro conocimiento”, porque es muy consciente de que “cada vez que la humanidad cambia de modelo, perdemos mucho conocimiento”.

“Yo creo —abunda José Gregorio en su reflexión— que todo lo que estamos haciendo es para beneficiar al mundo, no sólo a mí. Y esto me da mucha esperanza”. De ahí el origen de su gran proyecto: la guardia indígena. Capacitando y entrenando a muchachas y muchachos jóvenes, con el tiempo ha constituido un grupo pequeño pero muy versátil, que trabaja en labores de conservación y protección a múltiples niveles. “Para los hijos”, dice, “pero también para los ancestros que ya murieron”.

Gloria, una de las mujeres que forman parte de la Guardia Indígena Ambiental de San Martín de Amacayacu, toma notas durante la charla previa a una inspección de rutina por el territorio ticuna. Foto: Pablo Albarenga.

Así, la conservación del entorno y su vigilancia son su ocupación principal. Mientras su actual esposa se encarga de que el negocio del hotel genere suficientes ingresos como para mantener a la guardia indígena en condiciones, José se ocupa de planificar sus labores, jornada a jornada.

El trabajo es enorme, los problemas ambientales son grandes, y las consecuencias de la crisis climática sobre el ecosistema se han acelerado, por lo menos desde el año 2000. Las comunidades han visto cambios drásticos en el ciclo de la floración y en el ciclo del agua, y tanto la cosecha como la pesca se están viendo seriamente afectadas.

Según la percepción de José Gregorio, el gran cambio se produjo entre 2000 y 2010: “Los ríos pequeños están muertos, los pescaditos chiquitos no están preparados, nosotros no estamos preparados. Las cosas caen de un momento a otro y el ritmo anual de las crecidas del río, que se mantenía uniforme, ya se perdió”.

Es por esto por lo que a José Gregorio le preocupa ahora que la guardia indígena que él fundó se consolide, que adquiera autonomía y que, si puede ser, se amplíe a otras comunidades. Las muchachas y los muchachos han visto en ella una oportunidad para aprender, para aplicarse en la defensa del territorio y permanecer en San Martín en vez de emigrar a Leticia o más allá, donde las ciudades lo consumen todo.

Gregorio muestra los árboles de macacauba plantados por su padre. La madera de macacauba es de las más buscadas de la Amazonía colombiana. Foto: Pablo Albarenga.

Para los tikunas, como para la mayoría de los pueblos indígenas amazónicos, la selva lo contiene todo. “Allá está todo lo nuestro. Allá está la vida, nuestros dioses, la Yakuruna, el agua. Sin eso todo se perderá, no habrá más vida”, dice José Gregorio. “Todo lo que hay en San Martín y en el trapecio amazónico existe, vive porque nosotros lo hemos cuidado durante milenios, porque es una construcción de los ancestros”.

José Gregorio mira el río Amacayacu y ve un mundo de equilibrio demasiado frágil que quiere preservar a toda costa y emplear a cuantos jóvenes haga falta en su conservación. Con ojos algo vidriosos y la mirada perdida más allá de la cortina de agua que cae con estruendo en la selva tropical, José Gregorio tiene un mensaje para el mundo exterior, aquel que él decidió abandonar cuando era joven para venirse a San Martín: “A los de allá les diría que se preocupen de mirar su forma de vida. Que reduzcan el consumo masivo. Que piensen en que lo que nos queda ya es muy poco. Que nos estamos quedando sin aire, sin agua limpia. Hay que pensar en lo que viene”.

José Gregorio muestra la savia de un árbol de caucho en la selva que la G.I.A. custodia. Antiguamente, el caucho constituía uno de los negocios más redituables de la Amazonía y que más consecuencias sociales implicaba para las comunidades. Foto: Pablo Albarenga.
Bebeto, uno de los jóvenes de la G.I.A. sopla rapé en la nariz de Christian, uno de sus compañeros, durante una recorrida de rutina. El rapé es un polvo hecho de una mezcla de tabacos y otras plantas medicinales, considerado una medicina tradicional. Foto: Pablo Albarenga.

Y cuando por fin, entrada la tarde, amaina el diluvio infinito, José Gregorio sale a caminar. Va por la trocha, junto a algunos miembros de la guardia indígena, ataviado con su camiseta de verde camuflaje, sus botas pantaneras, y su sombrero a juego. Y de pronto, a la ribera del Amacayacu que ya quiere desbordarse, se detiene ante un árbol inmenso, monumental.

Como un espíritu antiguo, consciente de que lo que va a decir es una predicción que le compromete, fijando la vista en el agua y con voz oracular, vaticina: “En algún momento, esta naturaleza y el mundo de la espiritualidad va a tomar decisiones por nosotros. Y cuando tome decisiones por nosotros no hay quien diga yo tengo poder. El que va a tomar venganza va a ser el sol, y eso no hay quien lo pare”. Pocas semanas después de que pronunciara estas palabras, el mundo entero entró en la profunda crisis de la Covid-19 y quizás aún hoy mismo José Gregorio esté diciendo: “Yo ya lo advertí, que la naturaleza iba a tomar venganza”.

Las restricciones de movilidad por culpa de la pandemia han hecho que la guardia indígena ambiental haya disminuido significativamente sus recorridos por la zona. Además, bajaron drásticamente los ingresos disponibles para el combustible de las canoas.

Contactado a principios de agosto, José Gregorio cuenta que reiniciaron las labores de control ambiental del territorio y que, con relación a la enfermedad, allí se cuidan con plantas de la selva que protegen y ayudan a la resiliencia de estas comunidades amazónicas, determinadas a sobrevivir a todos los males desde los tiempos antiguos de la colonización.

Este artículo pertenece a la serie Rainforest Defenders, un proyecto de democraciaAbierta en colaboración con Engajamundo Brasil, con el apoyo del Rainforest Journalism Fund del Pulitzer Center. Fue originalmente publicado por El País aquí.

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